domingo, julio 22, 2007

Monarquías

Hablábamos hace poco de dos problemas mayores de Colombia, y de las excusas que solemos esgrimir para evitar resolverlos.
Me parece que parte de nuestra ceguera para resolver los problemas es la capacidad descomunal que tenemos los colombianos para crear monarquías, en todos los ámbitos de la vida.
Para empezar, las monarquías políticas: esas familias enteras de ex-Presidentes: los López, los Gómez, los Turbay. Esperaremos sin duda, fervorosamente, por el (la?) tercero de los Pastrana. Mientras tanto, estamos en la Dinastía de los Uribe: no sólo el Presidente ocupa el solio de Bolívar (el único tal vez en no haber dejado ese tipo de herencias), también la prensa, gran culpable de tanta mitificación, nos anuncia a sus hijos Tomás y Jerónimo (…no el Gerónimo heroico de los Apaches, símbolo de la resistencia ante el poder del más fuerte) como jóvenes promesas. Nos cuentan que fundaron una empresa de exportación de artesanías, y la manejaron de tal manera que la quebraron. Se llamaba (se llama?) “Salv-arte”: “Salvarte”.
Pues si hay algo que caracteriza a nuestros monarcas políticos, es la creencia errónea de que cada uno es un Mesías, que viene a arreglar todos los problemas que el anterior ha dejado. Vienen, como en la empresa de la nueva generación de los Uribe, a salvarnos. Y así, nos ilusionamos tanto que lo elegimos, hasta que para desgracia (perdón, para fortuna) nuestra se acaba el cuatrienio y quedamos peor que al principio. Nos creímos el cuento de la paz pastranista, y seguimos masticando la ilusión de la derrota que Uribe (que para eso fue electo) le va a propinar a la guerrilla de las FARC. Uribe no va a derrotar a nadie, como no sea, por enésima vez, a la propia moral de los colombianos, que si algo tenemos es la capacidad -increíble- de creer y creer.
Es de antemano sabido que las monarquías de las casas reinantes de Europa significaron el estancamiento de la sociedad: por eso, en la sangre, se hizo la Revolución francesa, y por eso se llegó al artificio de las monarquías constitucionales. Pero por mucho mal que hicieran, esas monarquías dejaron más herencias que la de los apellidos. En torno a ellas se formaron los primeros conceptos de Estado y de Nación, y el valor cultural que le dejaron, no sólo a sus países sino a la humanidad, es incalculable. Con nuestros monarcas locales nada de eso ha pasado: han venido, desangrado, saqueado, pero ni siquiera han logrado trascender afuera de nuestras fronteras (claro está, si no contabilizamos ahí la mera repartición de Embajadas: alguna vez López Michelsen en Londres, hoy… Pastrana en Washington). Digo que no han dejado nada, y me equivoco: nos han dejado todos, turno a turno, el desastre actual de país que tenemos. Desde las matanzas, hasta la falta de cualquier tipo de institución que merezca ese nombre. Y el triunfo de ellos, esa monarquía del gobierno, es que se reproduce y existe desde la Conquista, mientras nosotros somos sordos a la Historia.
Los políticos, que para eso están, son ciertamente responsables: pero no son los únicos. Los acompaña nuestra propia monarquía económica. Los Santodomingo, cuyo caso es el más diciente: si en su primer momento fundaron una empresa creadora de riqueza, ahora se encargan, por lo visto, de destruirla. Primero con la compra de Aces, la única aerolínea eficiente que Colombia ha tenido, a manos de Avianca: para desangrar a la primera a tal punto que sólo quedaran los huesos de la propia Avianca, y que fue lo que se le vendió, se le remató, se le rogó que adquisiera, al magnate boliviano-brasileño Germán Efromovich. A quien, de premio, el Presidente Uribe acaba de conceder la nacionalidad colombiana. Porque vino, como el mismo Uribe, como todos detrás suyo (y delante: los Tomás y Jerónimo del 2020), a salvarnos.
Luego vino, éste año, la venta de Bavaria a la surafricana SAB-Miller por 7800 millones de dólares. En algún momento anunciaron que el monto de la transacción sería de más de 11.000 millones, y además nos dijeron que sería una adquisición peleada. No hubo nada, y cuando el primer empresario del país vende lo que tiene acá, podemos preguntarnos si tiene sentido que se le alabe tanto y se le cuestione tan poco. Pues al revés de los conglomerados normales, todos los colombianos en algún momento de su existencia en vez de crecer se han achicado, algunos hasta hacer implosión y desaparecer. En Colombia, por lo visto, de los Santodomingo no quedarán ni los nietos (ya dice la prensa que la hija de Santodomingo Jr. es pretendida por el hijo de Carolina de Mónaco).
Con lo cual llegamos al tercer tipo de monarcas. Colombia se distingue sobre todo por reproducir frenéticamente, como células muertas que se regeneran, una monarquía mediática que ciega al colombiano del común de sus intereses inmediatos a cambio de proporcionarle la fugaz esperanza de llegar a pertenecer a ese grupo. Es toda esa farándula ridícula en la que tarde o temprano terminan metidos los políticos y que se nutre de cuanta oficio existe: modelos convertidas en presentadoras, deportistas como el Tino Asprilla -delantero fugaz y pistolero certero-, esposas de deportistas, como la sulfurada Connie Freydell de Montoya, que anda tan ocupada en organizar carreras, sin más valor inherente que el de estar casada con un (gran) deportista colombiano, y actores y actrices, y participantes de “realities” y así hasta la saciedad. Son figuras que ocupan un tercio (o más: dos, si se suman los fenómenos como el “Tino”) de las noticias de televisión, en un país donde la gente se informa sobre todo por ese medio (pero en la radio también tenemos Negras Candelas, y en El Tiempo el Teléfono Rosa…). Este grupo heterogéneo, comparte sin embargo el dudoso prestigio de encandilar a las masas, en un ámbito mucho más próximo a ellos que el de la política y la gerencia económica, “cosas aburridas”. A las masas: desde el ciudadano más miserable al más elitista, a todos nos preocupa saber quien ganará este año el “Factor X” y si Shakira se casará al fin con De la Rúa (o sino, si yo no fuera colombiano, cómo podría saber todo esto?). Y no es que me parezca criticable que nos importe la farándula: es que nos importa demasiado. Por eso por votamos, en masa, por sustitutos a la política, caso de “Marisa” Urrutia, nuestra pesista olímpica, y por Alfonso Lizarazo, líder espiritual de nuestros sábados felices.
Porque por esta sucesiva serie de monarquías que los colombianos nos hemos empeñado en crear sin vergüenza alguna, en un inconsciente colectivo, es que hemos abandonado la tarea, más urgente y más difícil, de construir un concepto coherente de Nación. Estamos esperando siempre de alguien la salvación de nuestro destino, y en él depositamos las esperanzas. Los fenómenos colectivos nos dan asco.

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